martes, 1 de julio de 2008

1 de julio de 2008

Ha cambiado el mes y todo ha cambiado bastante más de lo que os imagináis a estas alturas. Os explicaré cómo he salido de la isla en un barco rumbo a Huokla, la isla vertedero donde va a parar toda la basura de Micronesia.
Yo estaba sentado apaciblemente en una butaca de autobús que conseguí incorporar al fondo de la suave y blanda cueva de sillones que encontré. Realmente cabeceaba en la oscuridad y me dormía intentando pensar soluciones alternativas a entregarme, porque la penumbra siempre me ha dado mucho sueño, y además llevaba días durmiendo al raso encima del suelo. El confort de estos asientos iba sendándome y de pronto me pareció que algo suave y blando me estaba abrazando. Estaba soñando en el duermevela con Rigo. Se me abalanzaba y me abrazaba, casi sentía el contacto de su pelaje corto como de tapicería, y de alguna forma llegó a mis narices el olor a perro mojado. Pero entonces recordé dónde estaba y abrí los ojos y no pude ver nada ni moverme. En un primer momento pensé que estaba condenado: la cueva de sillones se había cerrado sobre mí, y estaba totalmente atrapado. La gomaespuma se había convertido en un cepo imposible de mover, en el que sentía una presión de toneladas sobre mí pero no llegaba a aplastarme. A duras penas podía respirar, y al intentar gritar llegó a mis oídos un murmullo apagado abriéndose paso desde las profundidades de un cojín.
Entonces me di cuenta de que podía respirar: seguramente se había formado una cánula que me mantendría con vida hasta que muriera de hambre o un nuevo desprendimiento me aplastase definitivamente. Pese a ello, me tranquilicé y empecé a buscar de nuevo soluciones. Moverme: imposible. Ni siquiera en los tiempos de Conan hubiera podido mover esa masa de blandura que me atrapaba. Gritar: inútil, porque el sonido no llegaba más allá del segundo asiento, empantanado. ¿Qué podía hacer? Esperar a que pasase algo nuevo. ¿Y podéis creerlo? Claro que sí, no estaría escribiendo esto de no ser por aquel nuevo ataque de suerte.
Primero pensé que algo me estaba desmembrando porque me rodeé de movimiento, fui apresado por corrientes subterráneas de sillones que se movían. Después me di cuenta de que la montaña que me había sepultado se venía abajo. El sillón que tenía delante de mi cara se despeñó y vi el mar, intenté moverme pero era imposible, una bola de asientos conmigo dentro se balanceaba por el aire sobre un barco carguero. ¡Claro!, me dije, una grúa me ha atrapado. Empecé a gritar ahora que podía y los marineros me vieron.
Bajaron con cuidado la bola de asientos a cubierta y arrancaron con sus propias manos los que me impedían moverme. Cuando me vieron liberado, en lugar de llamar a la policía, como yo pensaba que harían, corrieron aterrados por la cubierta. Debieron pensar que soy un Terminator, o una especie de dios micronesio de las butacas.
El caso es que el barco navega rumbo a la isla de la chatarra, estoy libre pero esto no es una gran noticia, y continuamente me dejan en cubierta toneladas de pescado frito con arroz y monedas de plata y salen corriendo donde no pueda verlos. Y si intento moverme, disparan a mis pies con unas escopetas de perdigones.
Quién lo hubiera dicho hace un mes...
Un abrazo.